Roma III (historia antigua)

HISTORIA ANTIGUA. MONARQUíA Y REPÚBLICA. l. Aspectos socioeconómicos. Bajo el dominio etrusco , la vida de R. inicia un gran cambio. R. deja de ser el viejo centro de un grupo de pueblos pastores para convertirse en un núcleo de intereses comerciales. Base de éstos son las salinas en la desembocadura del Tíber y las relaciones con Campania (v.). Esta bipolaridad ganadería comercio va acompañada de un inicio de la agricultura intensiva y especializada, frente a la autarquía de las propiedades de las grandes familias ganaderas, y de un desarrollo de la artesanía. Coexisten en ese momento los viejos núcleos familiares cuya base económica es la gana­dería con una agricultura de cereales de tipo secundario, que requiere un régimen de grandes propiedades.

La caída de la monarquía etrusca, aparte lo que en ella deba verse de acción directa de las grandes familias latinas de ganaderos frente a los comerciantes y artesanos forasteros, tiene como consecuencia un cambio en la situación socio-económica. La R. del s. v a. C. muestra una retrac­ción del comercio de importación, especialmente suntuario, y su actividad mercantil es eminentemente agrícola. Esto implica la ruina de los artesanos y comerciantes que, en buena parte, dedican su esfuerzo a la agricultura especializada. Surge así el conflicto entre las familias de grandes propietarios, patricios, reunidas en gentes, y los miembros de las antiguas corporaciones, plebeyos, carentes de tierras. Las diferencias entre unos y otros no son sólo económicas sino jurídicas. El plebeyo carece del derecho familiar propio; al no pertenecer a una gens tampoco tiene representación en el Senado, reservado a las gentes, ni cultos propios de su familia. Tampoco se beneficia del connubio o derecho de los miembros de las gentes a contraer matrimonio entre sÍ. Por ello es legalmente imposible el establecimiento de un vínculo familiar entre patricios y plebeyos. Estos principios jurídicos existían antes de la monarquía etrusca, pero la actuación de los reyes parece haberse encaminado a su suavización.

Por el contrario, la desaparición de la Monarquía, que la tradición vincula a la implantación inmediata de la República y la concesión de la autoridad a dos cónsules electivos, trajo consigo una agu­dización de los privilegios de las gentes. El término plebeyo no tiene un significado netamente económico; indica prin­cipalmente una situación jurídica aneja a su carácter ad­venticio, al no pertenecer a la vieja sociedad urbana de las gentes. Este estado parece atenuado, bajo la Monarquía, con un estatuto especial, pero éste debió de ser anulado al caer aquélla. Por tanto, a las dificultades económicas ya apuntadas se unían las limitaciones jurídicas concretadas en una supresión total de los derechos políticos y una reducción de los civiles. De hecho, el plebeyo sólo podía servir militarmente (de aquí las preocupaciones que pro­vocan los varios intentos de los plebeyos de marcharse de R., las llamadas «retiradas» al Aventino o al monte Sa­cro) y entablar pleitos. Por el contrario, lo cual era de especial gravedad en circunstancias que imponían una reestructuración de la economía de los grupos plebeyos, quedaban excluidos de los beneficios de utilización de las tierras propiedad de la ciudad.

La reacción plebeya será capitaneada por los antiguos guardianes (ediles) de los templos de las corporaciones profesionales. La lucha por la plenitud de derechos de los plebeyos constituye el centro de la historia de R. en los primeros siglos de la República. Su carácter es singular­mente jurídico, pues la actuación de los plebeyos no atiende tanto a conseguir el reconocimiento de unos derechos de tipo económico como a una parificación jurídica con los derechos y deberes de los patricios. Este es el rasgo más característico de la pugna política de ese momento frente a la lucha de clases en los últimos siglos de la República, cuando los términos «patricio» y «plebeyo» sólo tenían un significado genealógico. Por ello sólo ocasionalmente la aCClOn de los plebeyos escogió formas violentas, como al apoyar el intento de dictadura de Espurio Casio, prefiriendo generalmente las medidas pasivas, singularmente la amenaza de abandonar R. y fundar una nueva ciudad en el monte Sacro o en el Aventino. Las reclamaciones económicas se reducen a dos puntos: disminución del interés en los préstamos y el derecho a participar en el arriendo de las tierras de propiedad pública.

Desde el punto de vista institucional, existen dos sistemas de magistraturas (v.): las oficiales de los patricios y las privadas de los plebeyos, que intentan sean integradas junto a las primeras. Ante estas peticiones, la actitud de los patricios se resuelve en una serie continuada de cesiones: los tribunas de la plebe, las asambleas de plebeyos (concilia), el connubio, la formación de un sistema polí­tico que integra ambos sistemas de magistraturas, las bases de un derecho común y el acceso de los plebeyos a las antiguas magistraturas de carácter patricio. Con gran ha­bilidad, los jefes plebeyos aprovechan las situaciones de crisis en beneficio de sus intereses de grupo. Incluso, como en Grecia, el cambio de los sistemas militares, el de centu­rias frente al antiguo de pequeñas unidades o manípulos, tiene consecuencias beneficiosas para los plebeyos. Hay que tener en cuenta además que el s. IV a. C. hizo posible una superación de la recesión económica del s. v. Reapa­rece el comercio, sin limitarse a lo agrícola, aunque la industria sea secundaria respecto a la agricultura. La riqueza aumenta, aunque la fuente primaria de este aumen­to sea el botín de guerra y no la producción. A fines de ese periodo, las necesidades militares imponen la acuñación de una moneda de plata basada en el sistema en uso en las ciudades del Sur.

En estas circunstancias, la población se incrementa no sólo en cuanto ciudadanos sino también en cuanto a población servil. La situación jurídica del esclavo, pese a la posibilidad de emancipación y con ella la adquisición de la ciudadanía, cambia completamente a fines del s. IV a. C., y el esclavo deja de hallarse integrado en la familia ael dueño. En el s. 11 a. C., una de las bases económicas de la sociedad romana es la utilización de esclavos (v. ESCLAVITUD). Ello tiene una importante consecuencia social. La vieja contienda entre patricios y plebeyos, en la que se discutían fundamentalmente derechos, pasa a ser durante el s. 11 a. C. una lucha entre pobres y ricos, y ni unos ni otros vacilan en utilizar la fuerza para obtener sus objetivos y, en consecuencia, desencadenar guerras civiles. Signo económico de ese periodo frente al desarrollo del comercio, de los grandes negocios de su­ministros públicos, del arriendo de contratas estatales, y de la financiación, es la crisis primero y la ruina después de los pequeños propietarios, que tiene como consecuen­cia el aumento de los latifundios, que pueden recurrir con facilidad a la utilización de la mano de obra servil.

A mediados del s. 11 a. C., tras una centuria de gue­rras victoriosas, R. había conseguido concentrar todas las riquezas acumuladas durante los siglos pasados por los grandes Estados mediterráneos. A ello se une el cuasi­monopolio de los centros de producción de metales pre­ciosos. Esta riqueza se concentra en sectores concretos, parte en las familias senatoriales -puesto que plebeyos o patricios pertenecen al Senado y ejercen cargos militares o mandos en provincias y, en consecuencia, pueden parti­cipar en el botín- y parte en los equites, o «caballeros», que monopolizan las actividades financieras más lucrati­vas, singularmente el arriendo de las propiedades de R., sean minas o tierras públicas, y las contratas de obras públicas o de suministros. El aumento de precios, pese a la garantía de ciertos suministros baratos como el trigo, es incontenible. Los «ricos son más ricos y los pobr más pobres», lo cual se manifiesta en el creciente luj como signo externo más evidente, y las formas protecci ni stas, como el suministro de trigo barato, tienen por co secuencia la ruina de los agricultores incapaces de co petir en precios y sin medios para cambiar de cultivos Se establece una subordinación del pobre (que continú siendo ciudadano y tiene derecho al voto) al rico que, al espera de cargos públicos que le permitan aumentar s riquezas, no vacila en comprar sus votos.

R., superpoblada, no ofrece trabajo a sus habitantes; ni a éstos, como se advierte en el intento de los Graco (v.) de facilitar tierras a los pobres fundando ciudades en el Norte de Italia o reconstruyendo Cartago, resulta grata la idea de alejarse de R. El conflicto social se centra entre los pobres y los ricos singularmente, pues otros ricos no dudan en sumarse a los pobres para utilizarles en beneficio de sus intereses políticos y económicos; tal es el caso de los pertenecientes a las familias (nobilitasl de origen plebeyo o patricio con antepasados magistrados. Un tercer elemento en discordia es el de los equites que, en su conflicto con la nobilitas, oscilan entre los grupos más factibles de satisfacer sus deseos, concretamente la participación en el juego político y el mantenimiento de las formas institucionales que les permiten enriquecerse con la actividad financiera ya apuntada. A estos elementos en discordia se unen en Italia los grupos carentes de la ciudadanía romana y perjudicados paulatinamente por la cesión de las tierras públicas a los contratistas y latifun· distas o los colonos de los Graco. Su petición más urgente, independientemente de su situación económica, es la con· cesión de la ciudadanía, recurriendo para ello a medios violentos (guerra social) o al apoyo de los distintos jefes políticos, sin penetrar en su ideología. Cambio manifiesto de ello es la constitución, con Mario (v.), de un ejército profesional, cuyos componentes reciben de sus jefes en el momento del licenciamiento parcelas cuyo arrendamiento baste para mantenerles . Ésta es la política seguida por Mario, Sila, Pompeyo, César y Augusto, re· curriendo incluso a las concesiones fuera de Italia.

Esta crisis socioeconómica no es susceptible de reformas circunstanciales que atiendan más a los síntomas que a las causas. Es evidente en este sentido el fracaso de Sila (v.) o de los jefes revolucionarios. Exige la conversión de un sistema político de concepción ciudadana en otro estatal, bien por un cambio del sistema institucional (caso de César), bien por una aparente reestructuración del mismo (Augusto), que varía su sustancia conservando su aparien. cia. Frente al hecho del poder personal, que ya soñara Es· cipión Emiliano, se establece la permanencia aparente de la autoridad del Senado (v.), en cuanto depositario del poder del pueblo. Este mantenimiento es sólo posible en cuanto el sistema, aparte el cansancio provocado por de· cenios de guerra civil patente o latente, impone un equi· librio de intereses; el Senado, con la posibilidad de ca· rreras de funcionarios adecuadamente remuneradas; los caballeros, que aúnan a sus antiguos intereses, reestructu· rados, nuevas posibilidades de carrera; el ejército, con concesiones de tierras en ámbito provincial; y los pobres, favorecidos por un sistema de concesiones alimentarías y una política laboral mediante trabajos públicos en la pro­pia R. Así se resuelve la vieja crisis política, económica y social de los s. II-1 a. C., fundamentalmente interna, puestp que no interrumpe la expansión territorial de R., y también moral en cuanto es expresión de la desaparición de los principios solidarios, de familia o de grupo, de la vieja sociedad romana. Esto no impide que ciertos aspectos, singularmente la disparidad económica, se mantengan. La Salmer. Arco de Seplimio Severo. Columna Trajana. ROMA 111 riqueza de R. es sobre todo adventicia, que no se basa en medios de producción propios. 2. Los orígenes de Roma. La tradición sobre el nacimiento de R. es sobradamente conocida y en parte encaja en el ámbito de los nostoi griegos (tradiciones sobre héroes fundadores de ciudades tras la guerra de Troya) en el caso de Eneas, fundador del Alba Longa. Los dos hermanos fundadores, Rómulo y Remo, su pelea, la alian­za de Rómulo con Tacio, señor del Capitolio. Lo mismo puede decirse de los siete reyes (Rómulo, Numa Pompilio, Tulio Hostilio -vencedor de Alba Longa-, Anco Marcio, Tarquino Prisco, Servio Tulio y Tarquino el Soberbio), el episodio de Lucrecio, la caída de la Monarquía, Bruto, etc. La realidad es distinta, pero estas tradiciones muestran en parte cierto fondo histórico, pero que no refleja com­pletamente la complejidad de los hechos. En los s. x­VlII a. C., aparecen en R. una serie de poblados de gentes que proceden, posiblemente, de la zona de los montes Al­banos, unidos a grupos sabinos. Nos hallamos, por consi­guiente, en el momento en que la tradición situaba la fundación de R.: 21 abr. 752 a. C., aunque las fuentes discrepan en algunos casos. Rómulo y Tacio son los nombres que indican esta unión de latinos (v.) y sabinos (v. ITALIA IV, 1). 3. La Monarquía. Aun aceptando las fechas tradiciona­les (752-509 a. C.) es imposible admitir que el número de reyes se redujera a siete, lo cual supondría una cifra media de más de 30 años de reinado. El número de reyes debió de ser mayor, pero lo que de ellos cuenta la tradición alude, en parte, a hechos ciertos. La destrucción de Alba Longa, atribuida a Tulio Hostilio, parece cierta, así como la primacía de R., en esa época, en la Liga latina. El puerto en Ostia y el puente sobre el Tíber, atribuidos a Anco Marcio, aluden al comercio de sal entre R. y el centro de Italia, gracias a las salinas de la desembocadura del Tíber. El etrusco Tarquino Prisco, conocido también por leyendas etruscas, se refiere quizá a un personaje histórico o, simplemente, simboliza' a los eondottieri de Etruria que en el s. VII a. C. emprendieron la conquista de Campania y, más concretamente, insiste en el hecho cierto del dominio etrusco en R. En el caso de Servio Tulio vemos un claro deseo de atribuir a su época medidas administrativas y usos que en buena parte no son anteriores al s. IV a. C. Finalmente, la caída de la Monarquía alude a un hecho más complejo: el colapso del poder etrusco en Campania, que chocó con Cumas (v.) y la guerra emprendida. Del mismo modo que los etruscos se apoyaban en aliados indígenas, Cumas procuró atraerse la ayuda de los latinos, en cuyo territorio se encontraba la línea de comunicaciones vital para sus relaciones con Etruria. La guerra, con diversa fortuna, se prolongó hasta el 474 a. C., en que la escuadra etrusca fue derrotada en Cumas. Ya a fines del s. VI a. C. los latinos luchaban contra los etruscos (v. LATINOS, 5). En este marco hay que situar la caída de la Monarquía en R. La fecha tradicional no parece que pueda mante­nerse; probablemente debe situarse este acontecimiento casi medio siglo más tarde, en todo caso después de la batalla naval de Cumas. Tampoco es necesario. suponer que esta crisis política se manifestara violentamente. Por la misma época se observa en las ciudades etruscas la sustitución del poder real por el colegiado de magistra­dos, en cierto momento anuales, pertenecientes a la aristocracia. Lo mismo pudo suceder en R., y hay que observar que los poderes religiosos del rey fueron mantenidos en el cargo sacerdotal de rex saerifieulus, a semejanza del arconte rey ateniense. La especialización de funciones en el mando militar, religioso y jurídico-administrativo pudo facilitar el cambio que redujo el poder real a mera ficción. 4. La República. La inseguridad sobre los aconteci­mientos de los dos primeros siglos de la República es absoluta. Las fuentes escritas insisten en atribuir a ese momento muchos acontecimientos que forzosamente son posteriores. Así mismo los nombres de los primeros cón­sules son una reconstrucción de un genealogista del s. IV a. C., con el propósito de ennoblecer a las familias ilustres de su época. Tampoco es cierta la inmediata in­troducción de la magistratura colegiada y anual de los dos cónsules, sino por pretores (v. PRAETOR), iudiees, o por el recurso a la magistratura extraordinaria, dietator, que hallamos en otros pueblos itálicos. El nacimiento de la República implicó un aumento de poder del sector aristocrático de la sociedad romana, pa­tricios, en detrimento de los plebeyos. Se plantea, como se ha observado en repetidas ocasiones, un fenómeno análogo al de las ciudades griegas en el s. VII a. C. El origen de los plebeyos es un problema. Se ha querido ver en ellos núcleos de antiguos esclavos -libertos (v.)­y forasteros, o un grupo étnico distinto; se ha hablado de sabinos o de gentes desplazadas procedentes de las ciuda­des conquistadas por R.; otros los han supuesto un grupo etrusco. Existe una diferencia de base económica; los patricios son ganaderos, y los plebeyos agricultores, arte­sanos y, en cierto momento, comerciantes. En todo caso, la lucha entre patricios y plebeyos no es de clases por motivos económicos, sino por una paulatina igualdad jurí­dica. El arma de los plebeyos no es la violencia sino la amenaza de escisión, trasladarse a una ciudad propia en las proximidades de R. (Aventino, monte Sacro), que habría privado a ésta de toda posibilidad de mantenimiento. El primer triunfo de los plebeyos' fue la creación de un magistrado propio revestido de varias inmunidades, el tribu no de la plebe, que, según la tradición, aparece en el 493 a. C. Otro triunfo fue la codificación del Derecho, Ley de las Doce Tablas (v.; 450 a. C. según la tradición romana, probablemente último tercio del s. v a. C.) y, por el mismo tiempo, una valoración social basada no en el origen sino en la fortuna que, como en Grecia en los s. VII-VI a. C., permitía adquirir un equipo militar de hoplita. En política externa, R. tuvo que mantener su primacía en la Liga latina (segunda mitad del s. v a. C.) y luchar contra otros pueblos, sabélicos, sabinos, volscos y ecuos, así como en localidades etruscas de la otra orilla del Tíber (fines del s. v a. C.). Pese a sus victorias, R. sufrió una desagradable sorpresa en los primeros años del s. IV.:a. C., con motivo de la toma de la ciudad por los galos (celtas senones procedentes del valle del Po), de la cual la leyenda recuerda episodios como el fracasado ataque al Capitolio, cuya resistencia es un tanto dudosa, y el precio pagado a su jefe, Brenno, para que abandonara la ciudad. A este desastre siguió un periodo de desórdenes. R. fue gobernada por un colegio de tribunos. Coincidió con ello la expansión de los latinos hacia Campania, donde se fun­daron nuevas ciudades: Signia, Norba, Cora, etc.; por el mismo tiempo (381 a. C. según la tradición), Túsculo se convirtió en municipio romano, y R. amplió su territorio en el área costera al S del Tíber. Los desórdenes políticos se calmaron con una disposición, leyes licinias, favorable a los plebeyos; un cónsul debía ser patricio y otro plebeyo (hacia el 266 a. C.). Un nuevo ataque galo, esta vez con la ayuda de los ecuos de Tibur (Tívoli), dio lugar a que se reforzaran los vínculos entre R. y los latinos. Este periodo, representa una etapa de gran expansión de R., guerras con las ciudades etruscas de Tarqui­nia (v.) y Cerveteri, alianzas con los ecuos de Palestrina y Tibur, con los samnitas, con los etruscos de Cerveteri y, finalmente, con Cartago (v.) (hacia el 348 a. C.). Una vez más atacaron los galos, sin éxito; en el 343 a. C., R. y los latinos intervendran en Campania como aliados de Capua y Cales (Calvi Risorta) contra los samnitas (v.). Consecuencia de ello fue la llamada primera guerra sam­nita. El triunfo de la campaña dio lugar, por desacuerdo Magna Grecia en el 275 a. de C.Dominios romanos en el 272 a. de C. en la posesion de Capua, a una guerra entre R. y los latinos. Contó aquélla con la alianza de los samnitas y, después de tres años de guerra, venció a sus enemigos incorporándose la totalidad del Lacio (v.) y transformando en municipios Ariccia y Lanuvio. Un nuevo ataque galo tuvo lugar en el último tercio del s. IV a. C. Tras éste se estableció una tregua de 30 años entre R. y los galos. La lucha por el dominio de Italia. La segunda guerra samnita, hacia el 328 a. C., estalló como consecuencia ROMA 111 de la ocupación de la ciudad latina de Fregellae (cerca de Ceprano). La plaza tenía singular importancia debido a su situación en el camino de R. a Campania. Consecuencia de ello fue la alianza con Nápoles, también sitiada por los samnitas, y con Luceria (Lucera) en Apulia. Como resultado primero de estas operaciones ocurrió el desastre del desfiladero de Caudium (Montesarchio) y la capitu­lación de un ejército romano (horcas caudinas). R. reocupó Fregellae, trazó nuevas vías de comunicación -vía Apia (312·310 a. C.)- y se incorporó la zona norte de Campania. Una nueva guerra en Etruria, frente a una liga de ciu­dades dirigida por Tarquinia, y otra con los pueblos montañeses, marsos, ecuos y hérnicos, concluyó, de una parte, con la paz con los samnitas y, de otra, con la incorporación del territorio ecuo y hérnico. Estas guerras permitieron a R. crear durante el s. IV a. C. un gran ejército e incluso una escuadra, 310 a. C., que fracasó en un ataque contra Pompeya. En el tratado con Cartago del 306 a. e., R. heredaba el papel de tradicional aliada que antaño tuviera Etruria, debiendo reconocer los carta· gineses la primacía de R. sobre la Italia peninsular. Por el mismo tiempo, R. inició su política internacional con un tratado con Rodas (v.). Todos estos cambios fueron acompañados de reformas de tipo político-constitucional que señalaron el progreso de la plebe, censo según la fortuna mobiliar, acceso de los plebeyos a los altos cargos acerdotales, reconocimiento de los acuerdos de los plebis­citos y reforma agraria. En el 299 a. C., una nueva invasión de galos dio lugar a una alianza de los enemigos de R.; tercera guerra samnita. R., aliada de Clusium (Chiusi), consiguió dominar Umbría y. en el frente de Campania, someter la Lucania. Dos nuevas colonias, Minturno y Sinuessa, aseguraron el dominio de las comunicaciones de Campania. La vic· toria de Sentino (295 a. C.) aseguró el final de la guerra. En los años siguientes, R. se incorporó el Piceno y el territorio sabino, y tenía ya las manos libres para adueñar­se del Sur de Italia. Esta política debía verse favorecida tanto por las discordias entre las ciudades griegas como por la presión de pueblos sabélicos en Campania que hicieron de ella la aliada natural de aquellas ciudades. Un conflicto de origen comercial motivó la lucha entre R. y Tarento, y la llegada a Italia de las tropas de Pirro (v.), rey de Epiro (281 a. C.). Tras victorias fulminantes, como la de Heraclea, debidas a la superioridad técnica de los ejércitos helenÍsticos, Pirro (v.) se declaró fautor de una política panhelénica en la Magna Grecia (v.) y protector de la independencia samnita. Frente a los éxitos de Pirro, la alianza entre R. y Cartago dio sus resultados; Pirro marchó a Sicilia, de la que se adueñó, aparte el territorio de Lilibeo (Marsala), en poco tiempo, pero la derrota de Benevento y los conflictos griegos, singularmentt: con AntÍgono, le obligaron a regresar a Grecia. En el 272 a. C. R. ocupaba Tarento, y en el 268 a. C. se fundaba una colonia latina en Benevento. Esta guerra significaba la entrada de R. en el juego de intereses que caracterizaba la política mediterránea a principios del s. III a. C. En el 272 a. C., R. estableció tratados con el Egipto lágida, iniciando una política que debía hacer de R., en pocos años, dueña del Mediterráneo oriental. Pese a sus dificultades, la guerra contra Pirro no había significado una minusvalorización de R., pero detuvo o retrasó muchos de los aspectos de su política de expansión, singularmente la conquista de Etruria, en curso al iniciarse las hostilidades con el rey de Epiro. Episodios principales fueron la toma de Cerveteri (273 a. C.) y la Bolsena (265 a. C.), y la definitiva pacificación del territorio falisco. En la zona adriática, la conquista 403 se hizo efectiva con la toma de Asculum (Ascoli) y la fundación de RÍmini en el 268 a. C. La época de las guerras púnicas. La proyección de R. en el mundo mediterráneo como primera potencia cobra un especial significado a partir de la primera guerra pú­nica (v.), que cortó la que hasta entonces había sido tra­dicional alianza con Cartago. La prueba fue dura para R., pero sus resultados confirmaron su significación como gran potencia mediterránea. Las nuevas conquistas, Sicilia primero, Córcega y Cerdeña después, como consecuencia de su mediación y neutralidad en la guerra de los merce­narios, significaban que R. no podía estar ya ausente de todo conflicto que pudiera acarrear un cambio en el orden político del Mediterráneo occidental. Muy pronto, R. debía intervenir también en el Mediterráneo oriental. La guerra ilírica (225 a. C.) fue en cierto modo una expedición de castigo para proteger la libertad del comercio romano y a las ciudades griegas de Corfú y Apolonia (v. ILIRIA). De esta guerra nació un Estado vasallo en Dalmacia, go­bernado por Demetrio de Faros. Este Estado apenas tuvo continuidad, puesto que en el 219 a. C. fue incorporado por los romanos, que dos años antes ya habían intervenido en Istria. Poco antes R., aliada de Egipto, había estado a punto de intervenir en la guerra contra Siria. Esta defi­nitiva intromisión en los complejos asuntos del Oriente helenÍstico debía ser, en cierto modo, una consecuencia de la segunda guerra púnica; pero esto no excluía la ex­pansión de R. en la Italia continental e insular. El dominio de Cerdeña y Córcega exigió difíciles campañas (238-225) paralelas a otra contra los ligures (v. L[­GURIA u) Y los galos, derrotados en el 225 a. C., tras un fulgurante ataque que les permitió llegar hasta Clusium, en cabo Talamone (225 a. C.). La alianza con los vénetos y Génova permitió el avance romano hasta el valle del Po. Las colonias de Piacenza y Cremona fueron fundadas en el 218 a. C. Una nueva vía, la Flaminia, unía este territorio con R. y señalaba el camino de una futura expansión. En parte, ésta debía verse facilitada por la crisis social, pero también interrumpida por los aconteci­mientos de la segunda guerra púnica. Bsta debía mostrar cuánto había de sólido, y cuánto de precario, en el sistema de alianzas y federaciones que R. había utilizado para mantener su dominio en Italia. Su fallo principal no era, o no era tanto, lo aparente de su autonomía sino la política, acentuada desde el 268 a. C., de diferenciación de derechos entre R. y los latinos, singularmente los llamados nuevos, y entre éstos y el resto de los itálicos. lo cual hacía prácticamente imposible, al contrario de tiempos anteriores, la obtención de la ciudadanía romana, ase­quible, en cambio, a los libertos. Singularmente se de­mostró cuán insegura era la sumisión de las ciudades de Campania, griegas o indígenas, de Sicilia y de ciertos territorios de conquista reciente como los Abruzos, Brut­tium, y el carácter internacional de esta lucha, que unía a todos los enemigos de R. y a cuantos podían temer su desarrollo. La guerra se extendió a otros territorios, decidiéndose en cierto modo en España (v. ESPAÑA VI, 2). La lucha por el dominio del Mediterráneo. La llamada primera guerra macedónica (v. MACEDONIA Il, 1) es con­secuencia directa de la segunda guerra púnica y la política ilírica de R. Macedonia deseaba ocupar este territorio, y AnÍbal (v.) se lo concedió tras la mediación de Demetrio de Faros. No obstante, AnÍbal nunca recibió el apoyo del ejército macedonio en Italia, pues éste se agotaba en pequeñas luchas en el ámbito griego, singularmente contra la Liga etolia. Todos los enemigos de Macedonia, como los etolios o Pérgamo, se aliaron a R. Tras diez años de lucha (215-205), se llegó a una paz que acordaba el reparto del 404 ROMA 111 territorio ilírico entre R. y Macedonia. Ello bastaba para señalar la intervención de R. en cuantos conflictos pu­dieran afectar al mundo griego (v. GRECIA IV, 16). Por otra parte, las garantías al reino de Numidia (v.) exigidas por R. en su tratado de paz con Cartago y su voluntad de permanencia en España anunciaban las orientaciones de la política internacional de R. después del 203 a. C. Asi­mismo iniciaba un periodo, desastroso a la larga, de polí­tica dura con los aliados itálicos, singularmente los que habían adoptado la causa de Aníbal. La destrucción de Capua era un claro ejemplo de cuanto podían esperar quienes se apartaran de las directrices establecidas en R. Las nuevas alianzas (Rodas, Pérgamo, la Liga aquea) y las antiguas (Egipto) iban a determinar la política de R. en Oriente frente a los dos enemigos: Macedonia y Siria. Los intereses de los aliados, en un primer momento, más que los propios de R., originaron la llamada segunda guerra macedónica, cuyo motivo oficial fue el manteni­miento del orden de cosas establecido al finalizar la primera. Incluso quienes, como Pérgamo (v.), eran parti­darios de la paz o preferían permanecer neutrales (Liga aquea) tuvieron que intervenir en la guerra (200-196), que significó la supremacía naval de R. y el triunfo de la legión sobre la falange en Cinoscéfalos (197 a. C.). Con elld ter­minaba el prestigio de los ejércitos helénicos, herederos de las glorias militares de Filipo y Alejandro. La protección de Egipto, en periodo de regencia , Y de Pérgamo motivó una nueva guerra contra Siria (192-188), que quebró el prestigio militar de Antíoco 111 (v.). Con ello R. volvía a luchar en Grecia y en el nuevo frente asiático. La paz de Apamea señaló la presencia de R. en Asia, aunque los territorios se ce­dieran a Pérgamo y Rodas, y la desmilitarización de Siria (v. SIRIA m). Asimismo la Liga etolia fue reducida al papel de aliada de R. Desde el punto de vista económico, esta guerra fue un éxito y, en cierto modo, señala el co­mienzo de un fuerte cambio en la vida romana. Al mismo tiempo, R. podía sentirse lo hastante fuerte como para dictar la política que debían seguir los pequeños Esta­dos, al imponer al rey de Bitinia la expulsión de Aníbal. Pero esta' primacía requería la anulación de Macedonia, cuyo rey Perseo no se resignaba a aceptar las cláusulas del tratado de paz que concluyera la segunda guerra macedónica. Su política, al contrario de la de Filipo V, atendió a asegurarse el apoyo de los sectores populares. Así estalló la tercera guerra macedónica, que concluyó, tras la derrota de Pidna, con la independencia de Mace­donia, la humillación de Etolia y el inicio de la decadencia comerciql de Rodas ante la competencia de Delos. Incluso el fiel aliado pergaménico quedó desautorizado con el tratado entre R. y los gálatas (v.). Siria fue humillada en su intento de adueñarse de Egipto y, en adelante, la política romana favoreció a las rivales de los Seléucidas (v.), incluso a los partos (v.), o pretendiente al trono que pudiera contribuir a debilitar el antaño poderoso Estado. La rebelión de Macedonia (149 a. C.) apoyada por la Liga aquea significó, tras la toma de Corinto, la incorporación de Grecia como provincia romana (146 a. C.). Poco des­pués, Atalo 111 cedió su reino de Pérgamo a Roma (133 a. C.), que instituyó con él la provincia de Asia . Los asuntos de Occidente se desarrollaron de modo parecido; se reanudó la incorporación del territorio del Norte de Italia, de Liguria, hasta alcanzar prácticamente parte del territorio alpino. La lucha en España continuó pese a las dificultades registradas desde el 154 a. C. en Lusitania (v.) y Celtiberia (v. CELTíBEROS) y los desastres de Numancia (v.). En este grupo de campañas debe in· cluirse la tercera guerra púnica, que, si supuso la desapa· rición de Cartago (146 a. C.), también motivó la presencia de R. en los asuntOs africanos, tanto en la protección de Numidia como en la creación de la provincia de África pro­consular . Los conflictos sociales. R. fue gobernada durante este periodo por el Senado. De hecho, los cónsules actuaron como ejecutivos del mismo. Paralelamente, se acusa el conflicto entre la nobleza senatorial y el partido popular. cuyos jefes son generalmente miembros de la nobleza. En algunos casos, como con Escipión el Africano , pudo pensarse en tendencias monárquicas. La lucha no es ya por derechos, como la antigua entre patricios y plebeyos, sino entre ricos y pobres. La nobleza senatorial puede enriquecerse en los gobiernos de las provincias, los agricultores se arruinan, los caballeros practican la especulación financiera, y R. se ve invadida por una masa de desvalidos que dependen para su sustento ya del erario' público ya de la venta de sus votos. Entre nobleza senatorial y plebe urbana se mueve el tercer grupo de los caballeros, que por su fortuna podían decidir el problema. Su adhesión, bajo César, al partido popular fue una de las causas principales del triunfo de éste. La crisis social intentó resolverse con el reparto de las tierras públicas usufructuadas por la nobleza y asigo nando a los desvalidos parcelas en Italia y en provincias. Esta política, que dañaba los intereses de los itálicos carentes de la ciudadanía romana, 'agudizó sus reclama· ciones. Ello ocasionó (91-88) la llamada guerra social, de igual modo que la oposición entre nobles y populares desembocó con Cinna en la guerra civil. La muerte de Mario (v.) y la demagogia de Carbon debían concluir con la llegada de Sila (v.) y el ejército de Asia tras una prolongada lucha en Italia (83-81) que se extendió a Es· paña con Sertorio (v.) y a África. Sorprende que en tales circunstancias no se paralizara la actividad exterior de R., que mantuvo en Oriente las difíciles campañas contra Mitrídates VI (v.), en Occidente el inicio de la conquista de las Galias (v.), la ocupación de las Baleares, excepto Ibiza, aliada desde la segunda guerra púnicll, la derrota de los cimbrios por Mario en el 102 (batalla de Aquae Sextiae), en los Balcanes la sumisión de Tracia (v.) en el 100 a. C., y en África la prolongada guerra de Yugurta (111-105), que significó la definitiva sumisión de Numi· dia y el protectorado sobre Tripolitania. Las guerras civiles. Vencedor Sila (82 a. C.), fue nom· brado dictador con el propósito de restaurar el viejo sistema senatorial. Con su abdicación (79 a. C.), se plan­tearon de nuevo los viejos problemas agravados por la ausencia de hombres capaces de enfrentarse con ellos en el ámbito senatorial. Sertorio y sus gentes, pese a las amnistías, mantuvieron la lucha en España hasta el 72 a. C.; en Italia continuaban las conspiraciones y los conflictos sociales, como la rebelión de Espartaco (v.). El enfrentamiento a los piratas requirió una vasta operación confiada a Pompeyo, seguida de nuevas campañas contra Mitrídates -la tercera guerra- y las campañas en el Bajo Danubio (74 a. C.). En R., las luchas por el poder y las conspiraciones se suceden (la de Catilina en el 66 y 63 a. C.), así como los escándalos administrativos (Verres, Lúculo), que los éxitos orientales (derrota de Mitrídates y de Tigranes de Armenia, creación de las provincias del Ponto y Bitinia, etc.) logran mitigar. En el 60 a. C., los principales políticos, César, Pompeyo ROMA 111 (V.) Y Craso, llegaron a un mutuo acuerdo en su actuación política. Este pacto ha sido llamado primer triunvirato. No hubo en este caso un efectivo reparto del poder como en el segundo triunvirato, tras la muerte de César (43 a. C.), sino un compromiso de ayuda recíproca en los problemas políticos -elección de César como cónsul, solución de los problemas financieros de Craso y aprobación de la política de Pompeyo en Asia- seguida de una garantía de provincias propias, desde el 56 a. C.: las Galias para César, las dos hispánicas para Pompeyo, y Siria para Craso. César conquistó las Galias. En Oriente, aparte la ocupación de Chipre y la intervención en la sucesión del trono de Egipto, su política se vio rematada por la derrota y muerte de Craso frente a los partos (53 a. C.). Pompeyo, desde R., intentó consolidar su poder, lo que le llevó a ser, en el 52 a. C., cónsul único o princeps (v.) y a fomentar una política contraria a César. Era obvio que éste no podía renunciar a su ejército hasta que Pompeyo no hiciera otro tanto con el suyo. Un año de inútiles discusiones sobre este tema, entre César y el Senado, concluyó con el paso del Rubicón (49 a. C.). Pompeyo, cuyo ejército se hallaba en España, renunció a la resistencia y huyó a Oriente. César, como dictador, entró en R., marchó pronto a España y en una breve campaña deshizo el ejército de Pompeyo en Lérida. Ya cónsul (48 a. C.), y aunque sin escuadra, dirigió sus pasos a Oriente para destruir el ejército de emigrados y tropas de Estados vasallos que había formado Pompeyo. En Farsalia se decidió la campaña. Pompeyo emprendió una peregrinación en busca de refugio y nuevos aliados hasta alcanzar Alejandría, en plena guerra civil entre Cleopatra VII (v.) y Ptolomeo XIII, donde fue asesinado (48 a. C.). A poco, la escuadra de César tocaba en Ale­jandría. Su intento de mediación en el conflicto familiar ptolemaico tuvo por consecuencia que soportara un difícil . sitio y pasara el invierno en aquella ciudad, hasta la llegada de socorros. Después, dictador por segunda vez, vence en Asia a Farnaces, hijo de Mitrídates VI. De nuevo en R. fue elegido cónsul por cinco años. Otra brillante campaña le permitió destruir al ejército senatorial formado en África (batalla de Thapsus, 46), y al volver a R. fue nombrado por el Senado dictador durante un periodo de diez años y cónsul por otros tantos. En realidad, la fórmu­la, utilizada después por Augusto, era una introducción a la Monarquía. Pero los pompeyanos continuaban porfiándo hasta el extremo de organizar en España una gran rebelión diri­gida por Cneo y Sexto Pompeyo, que César consiguió vencer con grandes dificultades en Munda (45 a. C.). Du­rante unos meses, pudo actuar en R. su plan de reformas políticas, financieras y una gran campaña contra los par­tos. Sus reformas de grandes planes de obras públicas, que debían cambiar el urbanismo de R., fueron truncadas por la muerte; apenas inició su política de fundación de ciudades que debía mitigar la situación de los pobres en R. y asegurar el porvenir de los veteranos de sus ejércitos. Su muerte no aseguró el triunfo del derrotado partido pompeyano. Sólo Sexto Pompeyo mostró ciertas dotes como almirante frente a las escasas cualidades políticas de los magnicidas. César, aun muerto, mantuvo la fide­lidad del partido popular, que puso sus esperanzas en Marco Antonio (v.) y, más tarde, en su sobrino e hijo adoptivo Octavio, el futuro Augusto (v.), lo suficiente­mente hábil para atraerse, tras la derrota de los mag­nicidas en Filipos (42 a. C.), un sector del grupo pom­peyano. Durante dos años, los que todo lo debían a César, como Octavio, Antonio o Lépido, no dudaron en aliarse con sus 405 asesinos en la lucha por el poder. Más hábil, Octavio se unió al Senado e incluso a Bruto (44 a. C.). Un conflicto con el Senado permitió un acuerdo entre Octavio, Lépido y Antonio (43 a. C.), el segundo triunvirato, esta vez san­cionado oficialmente por el Senado (fines del 43 a. C.) con el encargo de ordenar el Estado y con un reparto de Occidente entre los tres jefes, tras el acuerdo de Bolonia, renovado después de la victoria de Filipos, en perjuicio de Lépido. Un conflicto entre los veteranos de Octavio y Antonio desencadenó una pequeña guerra civil, la de Perusa (41-40), resuelta por un nuevo acuerdo, que establecía la eliminación de Lépido, cuyo poder quedaba limitado a Africa, una compensación -Sicilia, Córcega, Cerdeña y Acaya- para Sexto Pompeyo, y la división de Oriente y Occidente entre Antonio y Octavio (paz de Miseno). Una larga guerra (39-36) permitió eliminar a Sex­to Pompeyo y reducir a Lépido a la condición de particular. Africa pasó a Octavio sin que Antonio recibiera beneficio alguno, aparte campañas en Oriente afortunadas contra los partos (39-38) y en Armenia (34a. C.), o desgraciadas contra Palmira y los partos (36 a. C.), y el dudoso prestigio de la creación de nuevos reinos vasallos o de Estados, utilizando territorio romano, para los hijos de su unión con Cleopatra. Esta política parecía orientarse no en beneficio de R. sino dirigida a un renacimiento del reino lágida, argu­mentos magníficos para la propaganda de Octavio y desprestigio de M. Antonio. En el 32 a. C. caducó el poder de los triunviros, en realidad duunviros, y Octavio aprovechó la ocasión para arreciar la propaganda contra Antonio. Italia y todas las provincias occidentales pres­taron juramento de fidelidad a Octavio. La guerra, ofi­cialmente contra Cleopatra, no fue brillante. M. Antonio escogió posiciones precarias (Ambracia), que le obligaron a retirarse para ser vencido en Actium (31 a. C.). Una rebelión de soldados obligó a Octavio a interrumpir su campaña y regresar a Italia. Al año siguiente inició el ataque a Egipto desde Siria y Cirenaica. La rendición de Alejandría y el suicidio de M. Antonio (30 a. C.), seguido del de Cleopatra, señalaban el fin del periodo duunviral y el inicio del Imperio. Egipto fue anexionado a R. pero no como provincia sino, en cierto modo, propiedad de Octavio como sucesor de los Lágidas. El poder de Octavio princeps, que en el 27 a. C. recibiría el título de Augusto, debía transformarse en poco tiempo en Imperio heredi­tario.1. Augusto y la reconstrucción tras las guerras civiles (31 a.C.-14 d.C.). Bajo una propaganda política de corte tradicionalista, «retorno al pasado», Augusto (v.), aún Octavio, inició su programa de recons­trucción. Tras las destrucciones de la guerra civil, el pa­sado, un pasado idealizado, se presentaba como un refu­gio seguro. La literatura glosó el mito, las leyes preten­dieron instaurar la vieja moral y asegurar la religiosidad tradicional. Bajo esta capa se hicieron las reformas que eran más opuestas a las instituciones del pasado.Los senadores continuaron siendo la clase gobernante, en cuanto no existía otra, pero no ya como un privilegio sino como un deber sometido a reglas precisas y severas. Las depuraciones previas y el derecho de presentación de candidatos ofrecÍan al soberano la garantía de poder contar en su día con un Senado dócil. Poco a poco el Senado (v.) dejaría de ser refugio de la aristocracia de R. para recibir la burguesía itálica y aun la provincial. Apenas un siglo bastaría para esta renovación. No eran suficientes, sin embargo, los senadores, unos 600, para ocupar todos los puestos de responsabilidad. Por ello las tareas secundarias fueron confiadas al orden ecuestre. Mandos subalternos, burocracia y administración financiera re cayeron en los équites, para quienes se había cerrado ya la vieja pers­pectiva de las grandes especulaciones y los negocios de altura. La nueva clase «subgobernante» sería además una an­tesala en la que por méritos cabría esperar el ascenso al Senado. En suma, una reserva de gentes fieles y, al mismo tiempo, capacitadas, que todo lo deberían no al nacimiento sino a su esfuerzo y a la protección del Emperador. Este sistema se mantendría durante casi tres siglos. El fracaso de la República era demasiado evidente para intentar un nuevo ensayo, condenado de antemano. Con la apariencia de depositar todos los poderes en el Senado y recibirlos de él, Augusto aseguraba la forma del retorno al pasado y, al mismo tiempo, mantenía la autoridad, aucforifas (v.), que le permitía trazar el por­venir. Único comandante del ejército y gobernador de las provincias imperiales, donde aún se suponía un peligro o posibilidad de guerra, Augusto mantenía un poder que le permitía toda clase de concesiones formales, tales como «aceptar» mandatos o presentar dimisiones que sabía le serían rechazadas. No faltaban idealistas que concebían la vuelta al pasado como retorno puro y simple al sistema republicano, pero un siglo largo de intentonas mostró que éstos no contaban con otro apoyo que sus propios cenáculos, sin poder mo­vilizar ni un legionario ni un pretoriano. La misión del Senado podía quedar únicamente como poder moderador pero no ejecutivo en el gobierno del Imperio romano. Pero éste no se componía sólo de senadores y équites, de gran­des propietarios y financieros o comerciantes. Contaba también con un número considerable de indigentes que habían hecho posibles los ejércitos y los aspectos más calamitosos de las guerras civiles. R. había dejado de ser una pequeña ciudad para transformarse en un Estado universal, pero este Estado carecía de cohesión adminis­trativa e institucional. Frente a su unidad de hecho, sus leyes se basaban en estatutos, que variaban de provincia a provincia y de ciudad a ciudad, como variaba su eco­nomía, rural en Occidente y comercial en Oriente; éste, eminentemente urbano, frente al Occidente campesino. En contraposición a la Italia de tradición republicana, la mayor parte del Imperio romano no conocía ni com­prendía otra forma de gobierno que la Monarquía de derecho divino y, de igual modo que en tiempos divinizó al Senado, se preparaba a divinizar al Emperador. Sólo hasta cierto punto Augusto podía intentar esta política. En él coincidían el realista estoico y el aristócrata romano. Una política universal como la de César (v.) no entraba en su formación ni en sus propósitos. No en vano antes de Acfium había apelado, postreramente, al nacionalismo itálica frente a Oriente. Por ello la ciudadanía se concedió a los no itálicos con prevención y parsimonia, y por Augusto. ello el ejército fue de ciudadanos y, en consecuencia, prevalentemente itálico. No era ésta la corriente de la historia, ni Augusto, rea­lista, intentó detenerla, sino canalizarla de acuerdo con sus propósitos. A la comunidad institucional opuso una comunidad místico-religiosa, ya intrínseca al propio título de Augustus que satisfacía los anhelos mesiánicos de Oriente y Occidente. El culto de R. y Augusto, un movi­miento espontáneo cuya magnitud sorprendió y superó las previsiones, superaría pronto el ámbito personal para adoptar un carácter de homenaje al Emperador reinante. Tampoco Augusto, pese a sus esfuerzos en pro de la agricultura de Italia, podía empeñarse en mantener una política proteccionista al viejo estilo, para asegurar la preeminencia económica en el occidente de Italia, en cuanto ésta no podía competir en riquezas propias y fertilidad del suelo con las Galias o Hispania, ni con África. Con­siguió Augusto que los elementos antaño contrastantes y opuestos de la sociedad romana, senadores y équites, sol­dados y plebe urbana, contaran al menos con una base de intereses comunes. Los viejos jefes de los ejércitos revolucionarios habían envejecido y se habían adaptado a su nuevo nivel de vida, al igual que los veteranos del ejército se habían asimilado a la burguesía municipal. En modo alguno se intentó una política igualitaria; la emancipación de los esclavos no fue impedida pero sí limitada; y tampoco intentaron Augusto y sus sucesores situar al mismo nivel cultural, social y jurídico a ciuda­danos y campesinos. 2. Los sucesores de Augusto. El sistema personal augus­teo planteaba en su origen el problema sucesorio. La reconstrucción augustea no podía ser obra de un solo hombre ni limitarse, como la dictadura de Sila (v.), a un compás de espera. La necesidad de continuidad plan­teaba la reserva de un hombre fiel y capacitado a quien transmitir paulatinamente, con carácter periódico y reno­vable, aquellos poderes, el imperium (v.), la potestad tribunicia y la autoridad, que podían ser considerados representaban al menos el 15% del Senado romano. Por ello, a una dinastía de provinciales de Occidente como la de los Antoninos sucedió una africana Al contrario de Trajano, más conservador que innovador, Adriano comprendió la importancia de las provincias y revalorizó su papel en el conjunto del 1m· perio. Es tradicional presentar el «siglo de los Antoninos» como la «Edad de Oro» del Imperio. La historiografía román· tica y positivista, incluso algún positivista como Gibbon. quiso ver en ello la consecuencia del sistema de suce ión por elección. Se olvida que este sistema fue posible úni· camente en cuanto los Emperadores carecían de deseen· dencia, y que los lazos familiares entre unos y otros eran tales que se puede hablar con justicia de una «herencia dinástica» entre los Antoninos (Carcopino). No es menos cierto tampoco que este magnífico panorama del «siglo de los Antoninos» muestra, cuando se examina con detalle. aspectos muy inquietantes. La herencia financiera de Tito fue desastrosa. Adriano, antes de intentar reorganizar la hacienda, se vio obligado a condonar deudas al fisco por valor de 900 millones de sestercios, que podían considerarse como incobrables. Esta cantidad era análoga al coste de las soldadas del ejército romano durante ocho años. Tanto Adriano como Anto­nino Pío (v.) fueron monarcas ahorradores, pero Marco Aurelio (v.) tuvo que adoptar medidas semejantes, y en su reinado se declararon en quiebra las fundaciones bené· ficas instituidas por Trajano. Buena parte de los cargos ROMA III públicos, singularmente municipales, no sólo no eran remu­nerados sino que exigían notables gastos (v. MAGISTRATU­RAS ROMANAS). Es fácil pensar hoy que lo que no se conseguía oficialmente se obtenía bajo mano, pero en tal caso ni sería explicable el daño que tales cargos causaban a la fortunas privadas ni la paulatina tendencia, ya grave bajo Marco Aurelio, a rehusarlos. En las ciudades de Oriente había sido una vieja costumbre descargar en los ricos las tareas y deberes que correspondían a la comuni­dad, pero durante el s. 11 esta costumbre se extendió a Occidente y con ella también el privilegio de la exención fiscal, immunitas, o la costumbre del traslado de resi­dencia. Los propietarios rurales, antaño absentistas, iniciaron la costumbre de residir en sus fincas durante temporadas cada vez más prolongadas, muy distintas del otium de los ricos romanos, hasta fijar en ellas su residencia con carácter definitivo. A medida que aumentaban las cargas del Estado, éste procuraba descargarlas sobre las ciudades, como el correo imperial o los alojamientos de tropas, y ésta a su vez en los magistrados y particulares. Al mis­mo tiempo, las cargas sobre los propietarios repercutían sobre arrendatarios, colonos y jornaleros. Los Emperado­res no pudieron impedir este estado de cosas; en el mejor de los casos, se preocuparon de atenuarlo y dulcificar, o hacer más llevaderas, sus consecuencias. Quizá más grave que el efecto económico fue el moral. Si, en tiempos, con eguir una mediana fortuna había sido una aspiración y premio a una vida de trabajo, el pertenecer a la bur­gue ía municipal se convirtió en un tormento para quienes no podían contar con inmunidades y privilegios. A pe al' de ello, la situación del habitante de las ciuda­de, podía considerarse favorecida por cuanto recibía algo, servicios, espectáculos, etc., a cambio de tales sacrificios, pero la población campesina se veía obligada a contribuir al mantenimiento de las ciudades y el Estado, sin recibir nada a cambio. Poco a poco, el campesinado, en busca de protección, se veía reducido a la gleba o buscaba la solu­ción en las rebeliones o en el bandidaje. Ambos aspectos se documentan suficientemente en este «Siglo de Oro» para poder comprender que las causas que los motivaban no eran ni inmediatas ni circunstanciales. Si siempre ha­bían sido marcadas las diferencias de nivel de vida entre campesinos y ciudadanos, como lo eran en el aspecto cultural, éstas tendieron a aumentarse; el cese, total u ocasional, del absentismo de los propietarios mostró en toda su crudeza estas desigualdades. Desde Nerón a Marco Aurelio, el valor de la moneda había sido invariable en su carácter intrínseco, aunque acompañado de cierta tensión inflacionista en los precios. Bajo Marco Aurelio, se inició una devaluación a conse­cuencia de los grandes gastos militares y la imposibilidad de aumentar la presión fiscal. Bajo Cómodo, cuyo imperio se inspiró de nuevo en principios teocráticos y ten­dió a la política igualitaria, esta tensión deflacionista aumentó con la consecuencia de provocar una quiebra de la banca romana. En Oriente, donde se acuñaba y utilizaba moneda no devaluada como la procedente de las cecas imperiales, se prqqujo la negativa de cambiar la moneda blanda a su cotización oficial, que durante casi un siglo persistiría en ignorar su valor real, en un vano intento de defensa del mercado. Pese a las leyes, esta política se mantuvo dando lugar a la inevitable carrera en la compra, con sobreprecio, del único valor monetario seguro: el oro. 5. La Monarquía igualitaria y la crisis del s. lB. La muerte de Cómodo, la guerra civil y el triunfo de Sep­timio Severo (v.) consagraron las tendencias a la Monar- 411 quía igualitaria que eran lógica consecuencia de los pro­gramas establecidos por Adriano y desarrollados bajo Marco Aurelio. La guerra civil y las confiscaciones pu­sieron en manos del Emperador un inmenso patrimonio rural que hizo de él el primer productor de alimentos y le puso en condiciones de establecer los precios del mer­cado. Si la devaluación, con ciertas oscilaciones, puede ser considerada una constante, se impuso la política de mantener invariados los precios de los alimentos proce­dentes de las propiedades imperiales. Con ello se evitó la manifestación más aparente del carácter fiduciario de la moneda en curso. Al mismo tiempo, aparecieron los primeros impuestos en especie, annona militar, y los im­puestos extraordinarios a pagar en oro. Las luchas civiles, las guerras fronterizas y la necesidad de pagar adecuada­mente al ejército cargaron sobre el Estado no menos que la producción de unos alimentos cuya venta, aunque no se manifestara inmediatamente, se realizaba en condiciones de pura pérdida. Se intentó solucionar los problemas incrementando la actividad 1egislativa o concediendo exenciones en los ca­sos particulares (transportistas, recaudadores de impuestos, etc.), a los colonos de las fincas imperiales y a ciertas corporaciones de artesanos. Quizá estas medidas fueran concebidas pensando en proteger a los económicamente débiles, pero su incoherencia se tradujo en una agudización de la crisis económica. La abolición de los viejos privilegios fiscales de Italia no bastó. Bajo Cara­calla (v.), la devaluación del denario superaba el 50%, y a poco los funcionarios exigirían que una parte de sus haberes fueran pagados en oro o en especie. Un miembro de la dinastía Severiana, de romanización superficial, Ca­racalla, concedió la ciudadanía romana a la población del Imperio. Si con ello se intentó consolidar el carácter igualitario o hacer posible una mayor tributación es algo que aún ignoramos. Pese a las distintas orientaciones de Caracalla, Heliogábalo y Alejandro Severo (v.), fue polí­tica común el mantenimiento del proteccionismo en la venta de alimentos baratos. Bajo este último, tan grato al Senado, el desequilibrio coste-venta se manifestó en toda su amplitud. Hasta qué extremo el monopolio del Estado y su política de precios bajos pudo dañar la producción particular es algo que no conocemos con detalle. pero los más perjudicados fueron los pequeños propietarios, a los que en vano se intentó proteger con préstamos a largo plazo. Durante medio siglo (235-284), iba a establecerse una dramática lucha entre el Senado y el ejército para la de­signación del Emperador. Los problemas militares eran harto acuciantes para que este último pudiera aceptar un soberano que no fuera ante todo buen general. Por su parte, el Senado atendía más a las distinciones y a la carrera que a la capacidad. Su elección se orientaba en favor de los decanos de aquel colegio que, por razones de su edad, no eran los más capacitados para desempeñar las tareas que de ellos se exigían. En las ocasiones en que el Senado fue solicitado por el ejército, la elección no pudo ser más equivocada. Si el Senado, aunque equi­vocadamente, obraba con cierta unanimidad, no sucedía lo mismo en el ejército. El espíritu de cuerpo mal enten­dido se traducía en rivalidades, manifiestas ya en el 69, y el aislamiento tenía como consecuencia que cada ejército eligiera a su general. Una victoria podía bastar para proclamarse, o ser proclamado, Emperador. Por ello. rebeliones, usurpaciones y asesinatos se sucedieron en un momento tanto más grave cuanto que la presión enemiga se ejercitaba en todas las fronteras, lo cual requería el aumento de las tropas y el cambio de tácticas; aumen- I I ¡ 1 412 ROMA III taba la crisis social, y la economía alcanzaba niveles in­sospechados. Hasta Alejandro Severo, los Emperadores habían per­tenecido al Senado con la excepción del équite Macrino y su hijo Diadumeno (217). En lo sucesivo, los équites, pese a Filipo el Árabe, tendrían escasa fortuna. Por el contrario, abundarían los Emperadores, desde Maximino el Tracio (235-238), procedentes de las clases de tropa. Emperadores pertenecientes al Senado como Decio (249­251) o Galieno (v.; 253-268) harían posible el acceso de estos hombres al general ato y al trono. La táctica y la organización militar habían cambiado demasiado; algo de ello comprendió Septimio Severo (v.), para que los altos mandos militares pudieran ser confiados a aficionados, o gentes de formación anticuada como eran en general los senadores, cuya carrera presuponía el desempeño indis­criminado de mandos militares y civiles. Surgió con ello un nuevo tipo humano, que las fuentes senatoriales se empeñaron en caricaturizar: los «Emperadores-soldados» procedentes en general de Iliria. En su oposición al Senado, y por extensión a las ciudades y al elemento «civil», no se debe ver el carácter de lucha social que suponía Rostovzeff. Cierto es que el ejército, y sus oficiales, se reclutaban entre la población campesina, pero las tropelías y saqueos en las guerras civiles, ya «luchas de todos contra todos», afectaban indiscriminadamente a ciudadanos y campesinos. La oposición al elemento civil debe verse en cuanto éste era contrario a la política de gastos militares. La muerte de Probo en manos de sus tropas muestra que el soldado romano temía una victoria total que pudiera ir seguida de una desmovilización que le obligara a reinte­grarse a la vida civil. No hay duda que muchos Empera­dores, conscientes de deberlo todo a los soldados, fueron débiles y complacientes, pero los más exigieron la misma disciplina y obraron con igual autoridad que en los cam­pos de guerra. La anarquía y la crisis impusieron un aislamiento en las provincias que obligaron a los gober­nadores a actuar por su cuenta más que a esperar instruc­ciones de R. y, finalmente, a comportarse como si fueran independientes: Tal fue el caso del Imperio «galo» de Póstumo y sus sucesores, y el separatismo del «Imperio oriental» de Odenato y Zenobia. En general, tales con­ductas fueron toleradas en los momentos difíciles, en cuan­to estos imperios particulares suponían una forma de re­sistencia al enemigo común, pero fueron eliminados cuando los Emperadores reconocidos por el Senado se sentían su­ficientemente fuertes. Tanto Galieno como sus sucesores, ocupados en problemas más graves, prefirieron conside­rarlos más como subordinados que como usurpadores. Los Emperadores «soldados» (Claudio II; Aureliano, v.; Probo; Caro; Numeriano; y Carino) comprendieron que, a pesar del reconocimiento solicitado y obtenido, su poder era estrictamente personal y dependía del ejército que les proclamaba y no del Senado. La justificación debía ser nuevamente mística, como en tiempo de Augusto, y a ello acertó Aureliano estableciendo la relación en­tre el Emperador y la divinidad solar, distinción que le separaba de la comunidad de los mortales. Un protocolo de inspiración oriental, iránica, establecería asimismo una separación física muy distinta de la convivencia de los Emperadores «senadores» o de los primeros Emperadores «soldados». El poder imperial cobraba un carácter caris­mático, que los Emperadores cristianos procurarían re­forzar. 6. La Monarquía carismática. Conocemos muy poco la administración romana durante la crisis del s. III. Es pro­bable que muchas de las novedades que se manifiestan en el s. IV fueran introducidas bastante antes. Los Empe­radores «soldados» habían ocupado el trono sin experien· cia administrativa y jurídica. Es posible que muchos de tales problemas, ante la urgencia de los militares, fueran considerados como secundados. En otros casos, los proce­dimientos militares fueron trasvasados a la administración; propiamente, en el Bajo Imperio la burocracia civil se hallaba militarizada o se intentó resolver los problemas con disposiciones y edictos. tste fue el caso de las fraca­sadas reformas monetarias de Aureliano y Diocleciano (v.), o el intento de este último de establecer unos precios máximos. Diocleciano intentó aunar el principio carismático, bao sado en la relación Júpiter-Hércules, y el electivo en el sistema de la tetrarquía (v.), dos Augustos y dos Césares, como solución al problema sucesorio. Aparte la lejana excepción de Tétrico, Emperador no legítimo, se planteó y tuvo lugar por vez primera la abdicación de un Em­perador, amenaza que Augusto, sin cumplirla, utilizó como recurso político. La descentralización administrati­va, la aparición de las cuatro capitales, articulada a las necesidades político-militares, la reforma militar, la nueva división provincial y la reducción de R. a la capitalidad oficial, que hacía del Senado un Consejo municipal, son los aspectos más aparentes de la nueva política. La sociedad era jerarquizada de acuerdo con el criterio de que cada cual debía contribuir a las necesidades comunes, a tenor de sus medios. En este sistema jerárquico y buro­crático, la vieja independencia municipal era una ficción. Las nuevas iJases impositivas, capitatio y jugatio, exigían una continua renovación y puesta al día, e igualaban todos los territorios y habitantes del Imperio en un grado nunca soñado. Un esquema seductor que no se cumplió y se manifestó más gravoso y no menos ineficaz que el ano tiguo. Igualmente, el intento de reforma monetaria basado en el patrón oro, que redujo el denario a moneda de cuenta, se tradujo en una continua inflación y desvalorización del bronce y en la desaparición de la moneda de plata. Si algo sorprende es que los continuos fracasos, precios de tasa, reforma monetaria, persecuciones (v.) a los cristia­nos, etc., sólo indujeran a Diocleciano a aumentar las penas y castigos, inaugurando una política de legislación reiterativa, muy propia del Bajo Imperio, que esperaba evitar el incumplimiento con el aumento de la sanción. El empeño en mantener formas y sistemas fracasados se manifestó en la defensa del sistema tetrárquico, que creía óptimo, aun después de su abdicación. De igual modo, la compleja burocracia no se manifestó como instrumento de buen gobierno sino como grupo de presión, y las cargas fiscales se hicieron intolerables. Buena parte de las reformas de Diocleciano cayeron con Constan tino (v.), y el concepto carismático del poder quedó vinculado al ámbito dinástico. Tampoco se sal· varon las reformas militares, pero en cambio se mantuvo la política fiscal y se aumentó la burocracia, que constituía ya una nueva nobleza sin otra novedad que autorizar de nuevo al Senado a ocupar, aunque no exclusivamente, los cargos que Diocleciano reservara a los équites. Entre los privilegiados se desarrolló la figura del cortesano y. paulatinamente, la jerarquía eclesiástica. Empleos y cargos se hicieron hereditarios, el hijo del burócrata debía seguir en el oficio de su padre de igual modo que el hijo del soldado debía ser tal, y el del campesino agricultor. Sólo ocasionalmente algunos grupos, como los navieros, fueron beneficiados con inmunidades y privilegios, que resaltaban las dificultades de su ejercicio. Los campesinos quedaron reducidos a la gleba, colonato, bajo la protección de los ROMA III Alinari. Relieve de la batalla de Puen­te Mi/vio. Arco de Constan­tino, Roma. grandes propietarios capaces ya de administrar la justicia por su cuenta y protegidos por ejércitos privados, con los cuales se enfrentaban por. igual a los campesinos suble­vados (bagaudas, circumce/liones, etc.) que a los recau­dadores de impuestos. Aunque Valentiniano I o Graciano, en su oposición a los grandes señores y a cuanto signifi­caba reacción pagana, intentaran proteger a los campesi­nos, estas medidas no tuvieron efectividad. En Occidente, las ciudades, a excepción de las resi­dencias de corte, como Tréveris, Arlés, Milán o Rávena, y algún gran centro histórico (R.) o económico (Cartago), se hallaban en plena decadencia. Desaparecida la bur­guesía, ya por haberse arruinado, ya por haber trasladado su residencia a sus propietarios, sólo sobrevivían en ellas pequeños artesanos, que por su pobreza nada tenían que temer, o funcionarios cuyo cargo les eximía de tasas y gabelas. Los grandes grupos de presión, la nueva aristo­cracia de corte y bu~ocrática, la alta jerarquía eclesiás­tica, el ejército y los grupos germánicos asociados a él, se disputaban el poder o se ponían de acuerdo para repar­tirse sus beneficios. Sólo ocasionalmente el sentimiento antigermano confería alguna cohesión a estos grupos. En Oriente, poco a poco, singularmente después de Teodosio, las fuerzas intelectuales, paganas o no, y religiosas, elaboraban, paralelamente al mantenimiento del comercio y cierta producción industrial, las bases de una nueva socie­dad cuya inspiración helénica no le impediría mantener el principio tan romano de la unidad del Imperio y que intentaría reconstruirlo aun después de su desaparición real en Occidente. La rivalidad entre las dos ramas de la casa imperial, provocada más por pasiones humanas que por intereses fundamentales, facilitaría la penetración germánica en Occidente durante el s. v. El colapso de las finanzas occi­dentales, la abstención popular y ciertas posturas religiosas impidieron la movilización de pequeños ejércitos que bas­taban para detener una penetración disimulada con fórmulas de alianza y vasallaje. Sólo en estas fórmulas, aun después de la deposición del último Emperador de Oc­cidente, Rómulo, en el 476, se mantenía una continuidad entre el pasado y el presente, y una aparente sumisión, no general, al ya único Emperador de los romanos, el de Constantinopla. Más que de ruptura se puede hablar en esos años de transformación del Imperio que tenía raíces muy lejanas. Que no todo se había perdido ni había desaparecido era evidente en cuanto la Iglesia pudo, trabajosa y lentamente, asimilar al bárbaro, extender su acción a lugares, como Irlanda, que nunca pisara un soldado romano y, pese a su carácter urbano, difundir su fe en las zonas campesinas. Mucho se mantuvo y justifica que se haya hablado de una continuidad entre el Imperio y los Estados germánicos de Occidente . Éste fue el caso de la organización burocrática provincial, que cambió de señor, o la adopción de un protocolo cor­tesano, aunque con múltiples limitaciones, inspirado en el imperial. La paulatina evolución autárquica de las pro­vincias y la reducción del gran comercio no fueron fenó­menos inmediatos sino de origen lejano. Ya la crisis del s. III había reducido considerablemente la capacidad de compra de las provincias occidentales. El nuevo comercio del Bajo Imperio fue, con la excepción del suministro triguero de R., principalmente suntuario; por su poco volumen, podía utilizar indistintamente las rutas maríti­mas y fluviales o las terrestres, como el eje Rin-Danubio. La crisis del s. III y sus causas profundas no fueron superadas en sus consecuencias. El Imperio había vivido muy por encima de sus medios y había intentado superar unas necesidades que sobrepasaban a sus posibilidades. Se ha aludido en demasía a la falta de ahorro y al exceso de gasto suntuario, pero su supresión habría resultado poco. La relación producción-consumo era tal que exigía gastos como única fuente de ingresos para un sector de la población, aunque no fueran rediticios como inversiones. La economía del Imperio no era fundamentalmente ce­rrada, pero el comercio exterior era no sólo deficitario sino una continua sangría de metales preciosos reponibles muy lentamente. La política fiscal del Bajo Imperio no se tradujo en un aumento de la producción. La crisis espiri­tual y moral del s. III no desapareción en el s. IV con la cristianización. El fermento de herejías y polémicas teológicas es índice de esa inquietud, que en el sector pagano muestra contrastes tales como el complejo de pensamiento filosófico neoplatónico (v.) Y las prácticas mágicas. Es un tanto discutible que la crisis espiritual, a cuyo propósito y para señalar dos tipos humanos antitéticos se aduce el paralelismo S. Ambrosio (v.) y S. Agustín (v.), tuviera sus consecuencias efectivas en la vida económica. El desentendimiento de los negocios terrenos afectó a un sector reducido, si atendemos a tal razón, de la población del Imperio. Harto más importante parece, por razones más socio-económicas que espirituales, el desinterés de un sector numéricamente considerable de la población de Occidente, campesinos y proletariado ur­bano, frente a las suertes del Imperio. Si la desafección de las masas populares (Toynbee) es la causa de la caída del Imperio en Occidente ¿por qué no se manifestó también en Oriente? Sin embargo, en Occidente, donde las ciudades no contaban como en aquél, donde predo­minaba la vida rural, se plantea el problema-raíz de la protección de las ciudades frente a los campesinos. La burguesía romana urbana recibió una idea de la cultura y fin del Imperio, fuera la horaciana o la estoica, quizá más formal que esencial, pero idea a la postre. La población campesina advirtió o sintió principalmente los aspectos negativos y las cargas. Esperó, con la caída de las estructuras políticas, que no comprendía, una mejora de su situación, que no intentó o no consiguió cambiar. Al señor romano sustituyó o se añadió otro germánico, pero la esencia de las estructuras socio-económicas de la propiedad agraria no experimentó alteraciones.

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