l. Religión primitiva romana. La antigua religión de R. es heredera, en parte, de la tradición, lo que se manifiesta, p. ej., en el culto del dios luminoso (Júpiter), en la veneración del fuego sagrado (Vesta), en el culto de las aves y en la repugnancia por los sacrificios humanos. También fue cogiendo y asimilando desde los comienzos elementos de las religiones de los otros pueblos itálicos.
La religión de los antiguos romanos era fundamentalmente rural, lo que se refleja en el carácter agrícola de sus divinidades más genuinas. Polibio decía que los romanos eran más religiosos que los propios dioses, ya que llevaron el sentimiento religioso a gran altura. Plinio el Joven recuerda la costumbre antigua de comenzar a hablar u obrar con una plegaria a los dioses. Los romanos eran un pueblo extraordinariamente apegado al pasado, y formalista hasta la exageración; su religión tuvo un carácter preferentemente práctico. Nunca abandonaron por completo los ritos antiguos, a veces semisalvajes, que habían heredado de sus antepasados, agricultores y pastores. Su teología y filosofía fueron adaptaciones simplificadas del pensamiento griego. Sin embargo, mientras la religión griega era más libre y autónoma, la romana estaba más supeditada al Estado y a la política, injertándose las
ceremonias del culto en las del Estado, compenetrándose la legislación religiosa con la civil y política.
El pueblo romano sintió la religión como algo inmutable y no sometido en sus fundamentos a las especulaciones de los poetas y filósofos. Varrón dice que la religión itálica estuvo siempre dominada por el interés, mas nunca debe excluirse la pietas de los romanos hacia los dioses, o sea, ese sentimiento religioso que tan profundamente manifestaron. A pesar del escaso contenido doctrinal de su religión, R. encontró en ella su fuerza moral, su salvaguardia y su tutela. La religión romana estuvo, además, abierta a influencias extrañas (etruscos, griegos, orientales, y por fin el cristianismo, contra el que luchó con fuerza porque demolía el paganismo en todos sus aspectos).
El sentimiento religioso de los itálicos se fundaba en la vaga idea de numen, ignota potencia o voluntad divina, inherente a todo fenómeno natural, y tutelar de todo acto o rito humano. De este modo, el amplio concepto de numen quedaba escindido en diversos numina (genios o demonios protectores), aproximándose al animismo (v.) de algunas religiones. Tan imprecisa era esta idea de numen que no se le atribuía sexo; asi, en las invocaciones se decía: «seas dios o diosa ... ». Los dioses eran considerados como energías (numina, virtutes), y toda acción tenía su dios. Así se explica la cantidad de fuerzas naturales y abstracciones personificadas; muchas de ellas actuantes sobre los productos de la tierra, especialmente los cereales:
Robigo, Flora, Conso, Ope, Quirini, y la célebre Ceres con su Íntima colaboradora la Tierra (Tellus); transformadora aquélla de lo que ésta da (v. TIERRA v). Unidas o separadas en el culto según las estaciones, ambas eran consideradas verdaderas «madres de los frutos». Colaboraba con ellas un elemento masculino, Liber.
La religión romana tenía elementos naturalistas basados en la vida agrícola. En una época primitiva hubo divinidades veneradas bajo forma animal, que se mantuvieron posteriormente: el lupus Martius; la imagen de la cerda con sus 30 cerditos adorada en Lavinio; las serpientes alimentadas en el templo de la Bona Dea; el águila, la zorra y el lobo venerados también en Lavinio (v. ANIMAL IV). El fuego (v.) pasaba por ser el signo más antiguo de R. (la madre de Rómulo era vestal). El fuego continuo y sagrado de Vesta era el hogar de R. (en griego, Hestia), garante de su arraigo geográfico y de su permanencia en la historia; velaban por él mujeres, y no debía extinguirse; si esto ocurriera, debía encenderse un fuego «nuevo».
Se admitían varias divinidades protectoras de los lugares: los Lares, «señores». En general los antiguos habían dividido la tierra circundante, la única que les importaba especialmente, en dos grandes zonas: la que les era familiar, y la que no sentían como prolongación de sus hogares. En la primera existían Lares de todas clases; en la segunda, diversos dioses mal definidos, como ella misma, sobre todo Fauno. El plural de Lares es habitual, y el singular sólo se aplica al Lar familiar.
El centro de la vida religiosa familiar era el hogar, y los sacrificios que en él se hacían eran ocultos, sin que ningún ojo profano pudiera verlos. En torno al hogar, verdadero altar familiar, el paterfamilias realizaba todos los actos y ritos propios de la vida de familia; ante él era conducida la nueva esposa, para compartir con su marido el pastel de trigo (farreum libum), símbolo de la entrada de aquélla en la comunidad legal y social del hombre; junto a él levantaba en sus brazos el padre a su hijo recién nacido, para demostrar que su nacimiento era legítimo, y que la criatura le pertenecía. Esta familia antigua se mantenía unida, más que por vínculos de amor, por la religio foci, o religión de la casa y de los antepa· sados. El hogar era receptáculo habitual de los componentes de la familia. Lares y Penates se designaban colee· tivamente, con lo cual los dos grupos aparecen, en canse· cuencia, confundidos.
Vesta, personificación del fuego, pertenecía también al culto doméstico; pero venerada públicamente pasó a ser el hogar de R. También los Penates pasaron del culto privado al público, y en realidad «no se encuentran separados de la diosa del fuego» (Cicerón, De nato deor., 11, 68). Los romanos entendían por Penates (de penus, despensa) «todos los dioses (masculinos o femeninos) que eran honrados en la casa por alguna razón» (Servio. Aen., I1,514). Los Penates públicos se consideraban protectores del Estado; a sus imágenes daba culto el pontífice máximo, y estaban representados por jóvenes del tipo de los Dióscuros (v. HÉROES MITOLÓGICOS). Dionisio de Halicarnaso los llamó «dioses troyanos». Eneas los habría traído de Asia, asegurando la continuidad e identificación de Troya y R. Espíritus muy antiguos de la vegetación fueron Fauno y Silvano.
El origen de las abstracciones personificadas es oscuro:
ASÍ, p. ej., en los primeros tiempos de R. parece que las relaciones entre individuos, gentes, curias y tribus fueron confiadas a divinidades como Dius Fidius, Fe, Concordia, Libertad, etc. La primera noción que se desprende del carácter animista de la religión romana primitiva es la de Genius (v. PAGANISMO), única idea que tiene valor religioso, con su equivalente femenino luno (v.). «Gellius es aquella divinidad bajo cuya tutela cada uno nace y vive» (Censorino); su fiesta la celebraba cada uno el día de su natalicio. Cada varón se pensaba que tenía su genio individual o fuerza creadora que condicionaba su existencia (v. HADO); tal vez por influencia del daimoll griego, el genio se convirtió en una especie de ángel custodio. La mujer, por su parte, tenía su luno especial. Antes de asociarse con el daimon, el genio se había relacionado con los Lares, y confundido incluso con el más familiar. Los espíritus divinizados y benévolos de los antepasados muertos (Manes) recibían culto de la familia.
Una de las más antiguas estructuras de la religión romana es la TrÍada arcaica, asociación, en algilnas circunstancias, de Júpiter, Marte y Quirino. Individualmente Júpiter y Marte fueron siempre las figuras más importantes del Panteón. Son pocos los casos en que aparecen las tres divinidades en grupo dentro del culto. Sus tres ministros, los tres flamines maiores, sólo cooperaban con ocasión de un sacrificio a Fides. Esta tdada no hay que entenderla como la unión constante, permanente y de algún modo física de tres divinidades.
Los lugares más antiguos de culto eran los bosques sagrados (luci), de donde salían voces, según se creía, y los ritos más arcaicos, las danzas de los salios, las rondas de purificación (v.) y las carreras de los lupercos en las Lupercales; en estas fiestas en honor de Fauno, los lupercos recorrían las calles vestidos con pieles de cabras inmoladas y con una corona sobre la cabeza; con tiras de esas pieles golpeaban a los transeúntes, sobre todo a las mujeres, que se les ofrecían creyendo que con ello lograrían fácilmente tener hijos.
Los salios eran cofradías sacerdotal es encargadas de ciertos ritos encaminados al bienestar de todo el Estado. Su importancia derivaba de su calidad de ministros de Marte, dios fundador de la ciudad, y el culto que presidían fue un lazo muy poderoso de unión. En marzo ejecutaban públicamente una danza sagrada en honor de sudios patronal, durante la que los sacerdotes, armados con sus típicos escudos, cantaban himnos al dios de la guerra. Los dos colegios de salios contaban cada uno con 12 miembros, como los de los lupercos y flamines menores. Hoy prevalece la idea de que se trataba de una corporación exclusivamente militar.
2. Religión itálica. De los etruscos (v.) aprendieron los romanos la compleja ciencia de la interpretación de los indicios del porvenir (v. ORÁCULOS; ADIVINACIÓN). El haruspex examinaba las entrañas y sobre todo el hígado de las víctimas para obtener presagios. El augur o auspex (de avis-spicio, examinar las aves) se apoyaba sobre todo en el vuelo y canto de los pájaros. El fulgurator era perito en materia de rayos. El aquilex descubría la existencia de agua en el terreno. La religión etrusca elaboró un ritual sistemático y una teología que fueron conservados en libros de autores un tanto míticos. Cicerón los dividió en tres clases: Libri fulgurales (teoría y valores de los fenómenos atmosféricos), Libri haruspicini (de los arúspices), Libri rituales (de los ritos de la religión y de lo concerniente a la vida del Estado y de los particulares).
Muchas de las divinidades etruscas pueden identificarse con las romanas; hay una tríada celeste que tenía por atributo el rayo, y que estaba integrada por Tinia (Júpiter), el gran dios celeste; Uni (Juno) y Menrva (Minerva). No obstante, parece que el dios máximo y tutelar de los etruscos fue Vertumno, antigua divinidad local ascendida luego a símbolo de toda la raza.
Los etruscos practicaron la inhumación; creían que sus muertos continuaban viviendo en las propias tumbas. Así se explica la existencia de verdaderas casas funerarias, con frecuencia suntuosas, en las que, a partir del s. VIII a. C., se enterraba a los muertos. Después, desde el s. IV a. C. las pinturas murales representaron infiernos de inspiración griega: festines celebrados con los dioses infernales; el difunto montado en un carro, como un triunfador. La idea de la muerte como triunfo o como aspiración victoriosa no es exclusiva de los etruscos, pues se encuentra también en el orfismo (v.) y tal vez en el pitagorismo (v.). Rasgos de origen etrusco en el culto romano son: las vestiduras e insignias de los magistrados, el estilo y orientación de los templos, el uso de imágenes, etc. De los sabinos, la religión romana recibió el culto femenino a la Luna (Diana Lucífera, luno Lucina), a la serpiente, y el patronazgo femenino del fuego (Vesta).
3. Religión romana clásica. a. Divinidades. En el templo del Capitolio, donde residía la tríada capitolina, Júpiter (v.) era el único soberano, el único elemento activo de la triada, y el úniéo valedor de la República romana. A él se dirigían los votos y en su honor fue dedicado el templo. Las dos diosas albergadas bajo su techo, Juno (v.) y Minerva (v.), no eran más que sus huéspedes. Ninguna ceremonia tenía por objeto venerar y honrar a la tríada como tal, y no son muy numerosas en época antigua las fórmulas cultuales que asocian expresamente los tres nombres. Da la impresión de que a lo largo de la historia Juno y Minerva han tomado consistencia personal junto a Júpiter. Parece que hay que excluir el que la tríada capitolina pertenezca a un viejo fondo latino.
Tampoco es probable una influencia cultual directa de Grecia, puesto que el grupo Zeus Hera-Atenea sólo ha sido señalado una vez en todo el mundo griego (en Fócida), aunque, por cierto, en condiciones muy análogas a las del culto capitolino (Pausanias, 10,5,Í·2). Pero es aventurado pensar que esto fuese conocido tan pronto por los romanos. Es más posible su origen etrusco (v. 2) a pesar de la falta de documentos acreditativos. En Servio vemos que los expertos en el saber etrusco (prudentes etruscae disciplinae) decían a propósito de la fundación de las ciudades que únicamente eran reputadas iustae aquellas que tenían tres puertas, tres calles y tres templos dedicados a Júpiter, Juno y Minerva. Los tarquinios habían procedido así en su templo de tres cellae.
Por conducto de los etruscos, o directamente, entraron en R. y fueron bien acogidas las más importantes divinidades helénicas. No obstante, la religión romana conservó una prolongada fidelidad a sus divinidades más o menos genuinas, como Jano, dios antiquísimo y enigmático, que con su doble rostro vigila las puertas (ianuae) y todo comienzo (mes de enero, lanuarius); Saturno, antiguo dios itálico de las simientes, vino a simbolizar la mayor antigüedad romana (Saturnio se llamaba la unidad de versificación nacional arcaica); Ouirino, antiquísimo dios de la guerra, tal vez de origen sabino, asimilado a Rómulo tras la divinización del fundador de la ciudad (Romulus Quirinus); Marte, el más romano de los dioses itálicos, pues su figura fue adquiriendo diversos atributos en su paso de divinidad agrícola a guerrera, asimilándose al Ares griego. Desde el final de los tiempos de la Monarquía penetraron en R. gran cantidad de cultos y divinidades externas. Su penetración se debió a diversas razones: la vecindad (como Diana, procedente del Lacio; o Cástor, de la Magna Gracia (v.), instalado en el templo de Vesta); la guerra (1a conquista de ciudades implicaba la evocatio o invocación al dios tutelar de la ciudad tomada); la inmigración (cada familia recién llegada traía sus cultos y los veneraba privadamente, uso que continuó en la época republicana). Los administradores de la religión oficial fomentaron estos cultos, varios de los cuales llegaron a ser públicos. A partir del s. III a. C. comenzó la asimilación de los dioses helénicos con los itálicos más afines; Enio anota ya en sus versos las 12 divinidades romanas correspondientes a las olímpicas: Juno, Vesta, Minerva, Ceres, Diana, Venus, Marte, Mercurio, Júpiter, Neptuno, Vulcano y Apolo.
b. Sacerdotes y culto. Se supone que el rex, después de haber ostentado originariamente la suprema representación religiosa, la conservó cierto tiempo como rex sacrorum, una vez que perdió el poder político. Más tarde, un cambio radical le desposeyó también de su función sagrada, que pasó al pontifex. En el ordo sacerdotum (jerarquía sacerdotal) primitivo, el rex ocupaba siempre el lugar de honor. A continuación seguían los flamines asignados a cada uno de los dioses de la tríada arcaica: flamen Dialis (de Júpiter), flamen Martialis (de Marte), flamen Quirinalis (de Ouirino). Es posible que en época antigua el rex se ocupara de los ritos públicos religiosos, como cada romano hacía en su casa. Los sacerdotes particulares de las diversas divinidades se yuxtaponían teniendo cada uno un ámbito bien definido de obligaciones. En época histórica este amplio orden se encuentra reemplazado por una organización más restringida, a cuya cabeza está el pontifex maximus. Entre los sacerdotes de cada divinidad (f1amines) los había de mayor y menor rango; los presidía un pontifex.
Es problemático imaginar el funcionamiento de la religión entre los a. 500 y 350 a. C., durante la supuesta larga concurrencia entre el rex y el pontifex. Lo más probable es que la marcha de los etruscos supusiera la desintegración de los atributos del rey, cuyas funciones políticas y religiosas pasarían a distintas personas. Al principio, en los oficios religiosos el rey contaría con la colaboración de un sacerdote de antiguo arraigo, el pontífice (ya simple, ya máximo), a la vez consejero y auxiliar. El origen de este sacerdocio es oscuro, pero parece haber gozado siempre de libertad, iniciativa y acción. Después, el pontífice no sólo aconsejaba y asistía al Senado, sino que presidía los comitia calata, los tributa, sacerdotalia, etc. Su competencia fue creciendo.
Podríamos resumir las magistraturas religiosas arcaicas de este modo: rey, a quien acompañaban como consejeros los flamines y el pontífice; los flamines, que no eran colegiados, sino autónomos, ligados a una divinidad cuyo nombre llevaban. Cotidiana, mensual y anualmente el flamen cumplía las ceremonias regulares y observaba las obligaciones establecidas; sin embargo, no tenía el poder de actualizar, interpretar, ni responder ante una contingencia imprevista. Del pontífice máximo son prolongación los demás. Él era el depositario de la ciencia sagrada: calendario, fórmulas de invocación y oración propias para todas las circunstancias (votum, dedicatio, carmina); dictaba normas para los diversos templos (leges templorum); daba los decreta junto con sus colegas, convocaba y dirigía los comitia calata (convocados para consagrar sacerdotes, ratificar tes.tamentos, etc.); controlaba los actos religiosos; por tanto, era el principal heredero del rey.
Un tercer tipo sacerdotal aparece anexionado al pontificado, sin duda porque sus funciones afectaban al rey muy de cerca: el de las vírgenes Vestales a las que presidía la Virgo Maxima. Su relación particular con el rey nacía de la situación misma del lugar donde habitaban, el atrio de Vesta, algunas veces llamado real; en tiempos de la Monarquía, ellas debían por algún medio místico contribuir a su salvaguardia; en época republicana, protegían al pueblo romano manteniendo el hogar naci09al en el templo de Vesta. Había otros magistrados sagrados, encargados de la administración, de la adivinación o de ciertas fiestas particulares: los augures, decemviri. sacris faciundis, eran encargados de las respuestas de los libros sibilinos, triumviri epulones, colegio creado en el 196 a. C. Durante la República, parece que estuvo reservado a los plebeyos. Su cometido principal era anunciar, fijar y preparar las comidas ofrecidas a Júpiter y a los otros dioses con ocasión de los Juegos Plebeyos; se invitaba a Júpiter a tomar asiento sobre un lecho, mientras que a J uno y Minerva sólo se les concedía el derecho de sentarse en sillas. Poco a poco se perdió el carácter religioso de estos ágapes, en los que era habitual cantar poesías a la gloria de los dioses. Los fetiales eran magistrados que participaban a la vez del sacerdocio y de la política; su misión era velar por los tratados y las reglas del Derecho internacional, y formaban un colegio de 20 miembros; los luperci eran sacerdotes encargados de las Lupercales.
El culto tenía dos vertientes, una pública y otra privada.
El acto esencial del culto público, el sacrificio, se haCÍa con formas prerromanas; salvo en algunos rituales abe· rrantes, las víctimas usuales eran bóvidos, ovinos y por· cinos, como lo demuestran los suovetaurilia; y los caballos en los Idus de octubre.
La mayor parte de los actos sagrados privados se hacían en el tiempo o circunstancias previstas; pero hay otros improvisados, con formas regulares ciertamente, para responder a una necesidad nueva, bajo la iniciativa de quien o quienes tenían atribución para decidir; uno de estos actos era el votum, promesa solemne generalmente condi· cional; existían en el culto privado y público otros actos, como las purificaciones (lustrationes). Pero el acto fundamental siempre era la ofrenda (v.), que podía ser parte de los sacrificios (v.). La división de los días se hacía en dos grupos: días fastos (en que los pretores debían dedi· carse a administrar justicia), y nefastos (en los que ningún juicio debía realizarse); por otra parte se distinguían los días festi, reservados a los dioses, y profesti, destinados a los negocios públicos y privados.
4. La religión imperial. Los dos últimos siglos de la República presenciaron el ocaso de la religión romana y la pérdida de gran parte de lo que los romanos llamaban religio, es decir, la escrupulosidad que siempre había caracterizado la conducta de ese pueblo. Una de las ideas importadas de Grecia fue la de que la gratitud por los
beneficios era una buena razón para tributar honores divinos. Más importante fue la deificación del hombre de categoría elevada.
Al final de la República, el ambiente general de las clases cultas era de indiferencia religiosa y de observación puramente formalista de aquellos ritos y tradiciones que no fueran excesivamente incómodos. El escepticismo (v.) arruinó la religión; cuando Carneades llegó a R. en el 155 a. C., y comenzó a enseñar el desprecio por los dioses y el abandono de los preceptos morales, Catón se percató del peligro y le expulsó, pero ya la incredulidad había invadido los ánimos. La educación griega difundió en todas las familias romanas y en el ambiente de las generaciones nacientes el desprecio por las costumbres antiguas, por la religión y por el sacerdocio. En el 186 a. C. el Senado reaccionó duramente contra los abusos orgiásticos del culto de Dioniso (v.), en un célebre decreto que abolía estas congregaciones (Senatusconsultum de Bacchana/ibus) .
El signo más característico de la religión imperial es la apoteosis (v.) de los Emperadores. Ya a César (v.) el Senado le tributó tales honores, que se supone llegaron a reconocerle naturaleza divina. Se celebraban en su honor los juegos de la Victoria, identificando su ingenio con el poder victorioso mismo. Tenía el derecho de llevar vestidura triunfal, púrpura, laurel, y añadir a su nombre el epíteto de Imperator; por último, recibió el nombre de Juppiter Iulius. Augusto (v.), desde el principio de su carrera política, se rodeó de un ambiente de veneración religiosa; la palabra Augustus señala la persona o cosa en la que el numen se agranda. Una de sus principales tareas fue restablecer la antigua moralidad de su pueblo, el respeto por la ley y la religión. Aunque no fue elegido pontífice Máximo hasta el 12 a. C., hacía casi 20 años que había obtenido el derecho de nombrar innumerables sacerdotes. Restauró cultos y sacerdocios tradicionales, reconstruyó templos, celebró los juegos seculares en honor de los dioses de la luz, juegos que hasta entonces, según la concepción etrusca, estaban consagrados a divinidades telúricas. Combatió la superstición, aunque él mismo era muy supersticioso: creía en las adivinaciones, no emprendía nada importante en los días de las Nonas, y tenía la costumbre de mendigar una vez al año. Expurgó los libros sibilinos (v. SIBILA), exilió a los magos, desconfió de los cultos orientales, favoreció el culto de Apolo, siendo iniciador de la llamada teología solar (v. SOL 11), que más tarde se opondría a la cristiana; ya Virgilio había profetizado en el 45 a. C. el reinado de Apolo. Horacio 10 coloca en un lugar preeminente entre los dioses. El título de Augusto señala la naturaleza sobrehumana del príncipe; su casa era considerada también como la morada de un dios. Desde el a. 14 la imagen del príncipe estuvo en las encrucijadas de R., unida a la de los Lares Compita/es; en el 9 d. C. Tiberio le consagró en R. un altar (ara numinis Augusti). Tras las guerras civiles Augusto apareció como un salvador; le dedicaron templos en varios lugares del Imperio (p. ej., Tarragona en el 25 a. C.).
Durante el Imperio, se sentía por doquier la necesidad irresi tible de una religión a la que pudiera darse fe plena sin caer en la vacuidad y en el ridículo, y que garantizara 10 que la religión antigua no podía otorgar: la seguridad de una paz verdadera para el espíritu, satisfacción más perfecta de las aspiraciones de infinitud. Todo esto parecía que 10 prometían las religiones orientales (cultos mistéricos de Dionisio Zagreo, de Deméter, de Rea Cibeles, y más tarde de Isis, Osiris, Mitra), asegurando la felicidad plena de sus iniciados y además la inmortalida1 en la otra vida (v. MISTERIOS y RELIGIONES MISTÉRICAS). Cultos tan dispares echaron raíces en R. A ello se llamó sincretismo (v.) religioso, es decir, amalgama o coexistencia de los más variados cultos, a menudo opuestos entre sí, sobre un terreno común, en el mismo pueblo, dentro de la misma ciudad.
También atraía a los romanos el contenido misterioso de estas doctrinas; para ellos, los sacerdotes orientales eran auténticos sabios en las más variadas disciplinas. Bajo el dominio de los Emperadores sucesores de Augusto se volvieron progresivamente los ojos hacia divinidades orientales; aparte la Magna Mater, que corresponde a la frigia Cibeles, destacaron otras divinidades que los romanos, por conveniencia, habían aceptado según fueron conquistando diversos países: Sérapis, Atargatis; Calígula autorizó oficialmente el culto de Isis; Claudio prefirió a Cibeles; pero sobre todas destacó Mitra (v.), dios iranio que se convirtió en símbolo de la luz solar. y de pureza moral. Fue llamado Sol invictus, y sus más celosos prosélitos fueron primero los legionarios y más tarde los Emperadores; en su culto hizo iniciarse Nerón por el rey de Armenia. El mitraísmo fue el más tenaz de los cultos del paganismo moribundo, especialmente porque asumió carácter panteísta y desdeñó otros ritos.
R. conquistó Oriente, pero no 10 sometió espiritualmente; autorizaba sus leyes, instituciones y cultos, con tal que se tributase al vencedor obediencia y homenaje. Entre los Emperadores de la casa Flavia (v.), Vespasiano (v.) fingió acomodarse a las directrices de Augusto. En la época flavia, ya no fueron los cultos tradicionales los que arrastraron a los fieles, sino que el culto de Mitra se fue extendiendo; la religión judía entró en la casa imperial; el cristianismo comenzó a ser una amenaza para la preponderancia de los dioses de R. Bajo la dinastía de los Antoninos (v.), los cultos orientales contribuyeron a desarrollar una forma nueva de piedad: el amor a los dioses. Se crearon grupos que veneraban a un patrono, y se constituyeron asociaciones llamadas cofradías (fratemitas). Había charlatanes que abusaban de la credulidad de algunos. El fervor popular se tornó, sobre todo, hacia las divinidades de la salud; el santuario de Asclepio en Pérgamo se convirtió en uno de los más famosos del mundo. Estas crisis religiosas iban de ordinario acompañadas de otras crisis morales.
El progreso de las especulaciones teológicas desfiguró el politeísmo (v.) tradicional. Textos extraños hablaban de un dios eterno, de ángeles, de demonios malos, de antidioses, de trinidades. El paganismo aparece muy influido por este gnosticismo (v.), que nació al final de la época helenística (v.), al contacto con las religiones de Oriente. El culto de la dea Roma, como personificación de la ciudad y de su poderío, sólo tuvo lugar en tiempos de Adriano (s. 11 d. C.), y con ello esta divinidad entró a formar parte entre las del Estado. Su fiesta se celebraba el 21 de abril, coincidiendo con otra tradicional, Palilia, en la que se hacía la purificación (lustratio) de los animales en medio de gozo y hogueras sobre las que saltaban los jóvenes en señal de alegría para demostrar su bravura. En cuanto símbolo y personificación de la Ciudad Eterna, los griegos de Asia Menor fueron los primeros en erigirle templos y en rendirle culto (Esmirna se gloriaba de haber levantado el primer templo a esta divinidad en el 195 a. C.). Después de la guerra contra Persia, la divinización de R. se generalizó más, y apareció representada en las monedas con corona mural y con el cuerno de la abundancia, además de otros atributos de salud y prosperidad.
En la época de los Severos destaca el progreso del sincretismo , que supone una interpretación metafísica del politeísmo, pero que deja libre curso a todas las supersticiones. Con el sincretismo de cultos orientales, que florecieron durante la época imperial, la religión romana estaba destinada a desaparecer. A pesar de los esfuerzos de todos los Emperadores y de las tentativas de los neoplatónicos (v.) de querer reproducir la fe antigua, ya agónica, mediante una moral más severa y unos dogmas nuevos, resultó vano el intento de unificar elementos tan dispares. Hubo entonces un aumento de la superstición popular y los astrólogos, oniromantes o intérpretes de sueños y vaticinadores del porvenir inundaron la ciudad, atrayendo a las turbas. Caracalla (v.) expresó el deseo de ver a todos los hombres dentro de una misma religión; no soñó en hacer obligatorios los cultos oficiales de R., sino que construyó un templo a Serapis en la urbe, sobre la colina del Quirinal, que parecía desafiar a Júpiter Capitalino. Mas ni Júpiter ni Serapis iban a ser los grandes dioses de la religión del Estado que Cara calla parecía haber deseado, ya que el cristianismo iba ganando adeptos.
Con su moral noble y elevada, con sus palabras de paz y fraternidad, la doctrina de Cristo iba a poner fin a un estado de cosas intolerables; calmaría los ánimos atormentados, al devolver su valor a la vida e inspirando confianza en una Providencia y en una Justicia superiores, remuneradoras del bien. Resultarían vanas las terribles y encarnizadas persecuciones (v.) de varios Emperadores; la sangre de los mártires, diría Tertuliano, sería semilla de cristianos.
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F. SANMARTf BONCOMPTE J. BAÑALES LEOZ. |